Salud y alimentación

Abusos en nombre de la Constitución

En España, la separación de poderes, auténtica garantía para los ciudadanos, no existe.

Por Carlos Puente Martín

En diciembre de 2018 hemos asistido a los fastos de la conmemoración del 40º aniversario de la ratificación en referéndum de la Constitución española de 1978 por el pueblo español. Los votantes aprobaron así la primera Constitución después de treinta y seis años de dictadura y gobierno autocrático, en una sociedad cuya población mayor de 16 años contaba con un 25% de analfabetismo y un 57,4% sólo contaba con estudios primarios, según un informe del Instituto Nacional de Estadística, con motivo del XXV aniversario de la Carta Magna. Confieso que yo no acudí a votar porque había leído el texto constitucional y consideré que sólo ofrecía una transición para desplazar los problemas de España en el tiempo.

La Constitución española fue elaborada por los llamados padres, supongo que también habría madres, que pertenecían a los cuadros de los incipientes partidos políticos y profesores de universidad que en el curso anterior habían explicado a sus alumnos la Leyes Fundamentales del Reino. Esta constitución estaba integrada por el Fuero de los Españoles, el Fuero del Trabajo, la Ley Constitutiva de las Cortes, la Ley del Referéndum Nacional, la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, la Ley de Principios del Movimiento Nacional y la Ley Orgánica del Estado, es decir, Las siete magníficas. Cuarenta años después se alaba esta transición a espaldas de la sociedad civil.

Los numerosos privilegios para una minoría, la política, que la Constitución deja atados y bien atados no son sino prueba de que los supuestos derechos de los ciudadanos, consumidores y usuarios, son solamente una declaración de principios sin ninguna garantía. Ya en el artículo 1 del título preliminar se declara que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político” y que “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. Basta con leer los periódicos o escuchar las noticias en la radio o televisión para comprobar que estas declaraciones son una falacia. No digamos si asistimos a las sesiones que tienen lugar en la sede de la soberanía nacional con las continuas vulneraciones de esa soberanía popular.

Los especializados, que no los especialistas, en Derecho constitucional echan piropos a la Constitución de 1978 que “nos ha permitido el período de paz más largo de la historia de España”, como si no hubiera habido otras fórmulas democráticas. Ahora vemos que el Titanic constitucional también se va a pique, porque hace aguas por los elementos más trascendentales sin que se hayan previsto salvavidas para su rescate. La responsabilidad es de los políticos que formatearon la Constitución de 1978 para que fuera inexpugnable frente a cualquier intento de acabar con los privilegios blindados de unos pocos. Se han creado las instituciones, la mayoría inservibles y costosas, se ha establecido la estructura jurídica idónea y se han moldeado los poderes para que esta situación dure más de mil años. Quien se ha dedicado a la política, nunca la dejará, pues existen multitud de instituciones que le proporcionarán un sillón cuando sus funciones activas cesen. Incluso muchos podrán hacer realidad sus sueños, que no pudieron realizar con su propio esfuerzo, para conseguirlo con el erario de los ciudadanos.

La separación de poderes, auténtica garantía para los ciudadanos, no existe. Alguien dijo que “Montesquieu había muerto”. Más bien le habían asesinado. En España, el poder ejecutivo controla el poder legislativo, casi siempre mediante acuerdos unánimes del partido que apoya al Gobierno, votando a la búlgara, y cuando es necesario se buscan alianzas para violar el mandato otorgado por la ciudadanía en las elecciones. El poder ejecutivo actúa al alimón con el poder legislativo y también controla el poder judicial a través de sus llamados órganos de gobierno del poder judicial y la Fiscalía actúa mediante el principio de jerarquía, en un país donde existe un ministro de Justicia. Dice el texto constitucional, en su artículo 14, que “los españoles son iguales ante la ley…” y el capítulo segundo del texto, en sus artículos 81 al 92, lo dedica a la elaboración de las leyes sin que en ningún lugar se diga que las leyes deben ser justas. Y claro, el poder legislativo no tiene más control que el Tribunal Constitucional, que también se designa conforme a las apetencias de los partidos políticos. Todo está atado y bien atado mediante una técnica que ignoraba el dictador que, de haberlo sabido, hubiera pasado a la historia de España como un ejemplar demócrata.

El escritor, político y abogado alemán Ferdinand Lassalle escribió en su magnífica obra ¿Qué es una Constitución? lo siguiente: “Una cámara que se resignase a ver pisoteados sus acuerdos constitucionales, que siguiese deliberando y colaborando con el gobierno como si nada hubiera ocurrido, que siguiese desempeñando tranquilamente el papel que le repartieron en la comedia del pseudoconstitucionalismo, se convertiría en el peor cómplice del gobierno, pues de este modo le permitiría seguir aplastando, bajo la perdurable apariencia de guardar las normas de la Constitución, los derechos constitucionales del pueblo. La cámara que así procediese sería más responsable y merecería mayor castigo que el gobierno. Pues no es mi enemigo quien mayor castigo merece, sino quien, llamándose mi representante y teniendo por misión defender mis derechos, los vende y los traiciona”.

¿Se necesita una nueva Constitución española para corregir los grandes males que asolan España? Quizá es necesario acudir nuevamente a Lassalle para encontrar la respuesta a esta pregunta, cuando dijo que “los problemas constitucionales no son, primariamente, problemas de derecho, sino de poder”. Está claro que no sólo se necesita una nueva Constitución abierta, con la participación de la sociedad civil, que no sea una lista de la compra de imaginarios derechos pero, además, se necesitan nuevos políticos que no se contaminen tras argumentar que nacen para luchar contra la casta dominante o aparezcan como salvadores de la patria, pues los resultados ya los conocemos. Durante mis desplazamientos profesionales por los países de Europa central y oriental, a partir de 1989, los movimientos políticos y sociales emergentes me pedían conferencias sobre la transición política española de la dictadura a la democracia, porque la situación de sus países era igual a la española de aquellos años. Yo siempre aceptaba el reto pero les puntualizaba: "así fue la transición española, pero no la copien si desean tener un sistema democrático estable y permanente”. No me hicieron caso.

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Carlos Puente es economista y abogado y miembro de la Junta Directiva de FACUA.

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